En treinta minutos se puede construir un mundo o se puede acabar con él. No se necesita más, ni un minuto más. Media hora (y un epílogo) lo consigue en una historia trepidante, donde el espectador asiste sobrecogido a la tragedia que contempla, que adivina, sin poder hacer nada por evitarla. Y lo hace con una maestría en el relato que nos permite contemplar el drama desde una silla giratoria en la que el espacio y el tiempo se multiplican como piezas de un fascinante puzle que sólo el espectador puede completar. Treinta minutos. ¿Te atreves?